lunes, octubre 16, 2006

¿Por qué en el fútbol hay tan poca nobleza y honradez?

Hay deportes mucho más duros que el fútbol. Deportes centrados en el contacto y la lucha. Hay deportes tan profesionalizados (o más) que el fútbol. Y deportes en los que la pasión popular se desborda tanto como en el fútbol. Sin embargo, no es posible encontrar un deporte donde la nobleza de sus practicantes exhiba tantos agujeros negros.

La causa de ello reside en la permisividad general, cuando no en el aliento hacia actitudes tramposas e innobles. Permisividad de padres hacia los pequeños jugadores, a quienes animan a realizar acciones fuera del reglamento, no importa su gravedad, con tal de ganar partidos intrascendentes de categorías escolares. Permisividad de entrenadores, que alientan el juego violento más allá de toda regla, con el único objetivo de vencer. Permisividad de aficionados, dispuestos a todo con tal que venzan sus colores. Permisividad de periodistas, capaces de narrar lo que no es, si eso exalta el fanatismo. Desde la edades más precoces hasta los más altos niveles de la elite, la competición se ve agrietada por el estímulo al juego sucio, a la trampa y la deshonestidad. Sólo importa el triunfo. Da igual el precio a pagar.


Afortunadamente son muchos los padres, entrenadores, aficionados y periodistas que creen lo contrario. Que el precio a pagar importa mucho. Que no se puede ganar desde la indignidad y la trampa. En un mundo extremadamente competitivo, este criterio puede parecer inocente. No es así. Vencer es el objetivo de cualquier deportista, pero la inmensa mayoría sabe que es trascendental hacerlo sin traspasar las líneas rojas. El deporte no es una historia de victorias continuadas hasta el infinito. El deporte es una actividad con altibajos, como la vida, en la que la felicidad está en el triunfo, pero sobre todo en el camino para llegar a él. Hay mentalidades fanáticas o extremadamente mercantilistas que se oponen a ello levantando la bandera de la victoria a toda costa. Hoy es la trampa, mañana el golpe bajo y pasado, toda la munición. Todo vale... siempre que sea uno de los nuestros. “Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, explicó Roosevelt para definir al dictador Somoza, antes de que Kissinger le parafraseara para hablar de Sadam Hussein. Es un tramposo, pero es nuestro tramposo.


Marca goles a puñetazos, agrede al contrario, se lanza a la piscina, simula lesiones, pide tarjetas para el rival. Engaño, engaño, engaño. Da igual la sarta de tropelías si es uno de los nuestros. Es el paradigma de lo que no debe ser un deportista, pero no nos importa porque es uno de los nuestros. Incluso le reímos las fechorías y falsedades, su embuste como jugador. Aplaudimos el engaño o lo edulcoramos bajo el epígrafe de la pillería, tan española, desde el lazarillo hasta nuestros días. Así se ha construido el clima en el que habita el fútbol moderno. Esa permisividad con la trampa ha desembocado en esta ausencia de nobleza y honestidad. ¿Es irreversible este desastre? No lo sé. Por si acaso, proclamemos la tolerancia cero con estos embusteros del deporte.

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Para que nadie se sienta directamente aludido ni ofendido he decidido no publicar ninguna foto ilustrativa.