Principalmente por una de estas tres motivaciones (o por las tres): por la victoria; por el dinero; y por no estar en inferioridad de condiciones. Pueden existir otras motivaciones distintas, pero no es lo habitual. Analicemos los tres motivos.
La victoria: Es el fin supremo del deporte competitivo y por ella se sacrifican placeres, tiempo, principios, estudios, parte de tu vida y hasta los valores morales. La victoria como fin último, como objetivo único, sin importar los medios que haya que utilizar para obtenerla. La victoria como objeto sacralizado por el que ningún precio a pagar es pequeño. No se puede competir sin luchar por la victoria, pero esta divinización del triunfo (promovida por los medios de comunicación, que sólo adoran al ‘becerro de la medalla de oro’) ha llegado a su paroxismo y hoy sólo la victoria importa. Lo que se haga para alcanzarla queda oculto por el resplandor del éxito (insisto: con la aquiescencia del periodismo). La victoria es el motor de inducción del dopaje.
El dinero: El motor del mundo es el actual motor del deporte competitivo. A más victorias, más dinero, en forma de mejora de contratos (vemos lo que sucede cada tres meses con los futbolistas de cualquier equipo, que exigen renovaciones intempestivas), patrocinio y publicidad, becas públicas o privadas y, finalmente, colaboraciones fabulosas con medios de comunicación potentes. El deportista es un hombre joven que, en su mayoría, ha sacrificado los estudios y, por lo tanto, su futura proyección profesional en aras del triunfo deportivo. Hace una apuesta arriesgada: tiene presente como deportista, pero poco futuro profesional dentro de la sociedad (a menos que pueda continuar ligado al deporte, como entrenador, comentarista o directivo). Sabe que necesita acumular ganancias económicas para asegurarse un porvenir difuso. Y por todo ello corre cualquier riesgo con el fin de obtener dinero (y fama y popularidad). Si la victoria es sinónimo de éxito social también lo es de unos ingresos económicos fluidos. El dinero es la columna vertebral de la proliferación del dopaje.
Inferioridad de condiciones: El deportista que se dopa pilota un turbo y el que no, un diesel. Esa es la diferencia exacta. Por eso hay ciclistas que suben montañas imposibles, atletas que baten récords inauditos, futbolistas que juegan con otra marcha, tenistas que recorren el mundo sin fatiga, gimnastas que no crecen, nadadores que caminan sobre las aguas y deportistas estadounidenses (baloncesto, béisbol, hockey hielo, cualquier especialidad) que parecen superhéroes. Lo primero que se siente ante ello es impotencia y una profunda sensación de estar en clara inferioridad de condiciones. Lo he experimentado personalmente cuando en los Juegos Olímpicos de Moscú’80 competí contra soviéticos, alemanes orientales, polacos, búlgaros y demás representantes de países que institucionalizaron el dopaje hasta convertirlo en ‘política de estado’. Hay que tener mucho coraje y amar mucho el espíritu real del deporte para seguir compitiendo en inferioridad de condiciones. Tú tienes una pierna y algunos otros, dos. Tu bicicleta tiene una rueda y la de algunos otros, dos. ¿ Y bien? La tentación es fácil y conocida: siempre hay un compañero, un entrenador o un médico (sobre todo, un médico) que lanza el estímulo definitivo: si tomas una sustancia competirás en igualdad de condiciones con los mejores. La sensación de injusticia en las condiciones es la gasolina que enciende el fuego del dopaje.
¿Qué se puede hacer contra esta situación? Lo que se hace: perfeccionar los métodos de dopaje, unificar criterios, perseguir a los tramposos, imponer penas duras, ampliar la persecución también a los grandes inductores y a los traficantes (el pelotón conoce bien a los médicos que distribuyen las sustancias dopantes y que se forran con ello) y aplicar a todos la misma vara de medir, se llame como se llame: Armstrong, Heras, Guardiola, Stam, Gurpegui, Davids, Zidane, Marion Jones, Juanito Muëhlegg, Mariano Puerta y un etcétera monstruoso. Dos consideraciones más: la sociedad no debe caer en la patraña (tan americana, por cierto) de que sería mejor permitir el dopaje. El deporte no puede institucionalizar la trampa y el engaño, ya suficientemente extendida. Y los medios de comunicación deben ser valientes y barrer el nacionalismo barato: el deportista dopado es un tramposo, haya nacido donde haya nacido y haya ganado lo que haya ganado.