En Nueva Zelanda, el rugby no es una religión, sino algo mucho más sagrado. Es el aire que da vida a las islas negras. Aire de barrida neozelandesa en la final del Mundial a una Francia que parecía (y era) menor. Pronósticos de aplastamiento. Habíamos imaginado una marabunta devorando el cuerpo de un gallo exhausto. Miles de hormigas negras arrancando pedacitos de carne del pollo reventado. Una marea negra engullendo el malecón francés. El torneo presagiaba semejante destino. Nueva Zelanda se había mostrado invencible: jugaba a la mano, rompía en profundidad, percutía con lanzas de titanio. Francia era una veleta en manos de un técnico obsoleto. Hace años que el rugby francés dejó escapar las burbujas del champán y de sus maravillosos tres cuartos de los años 80 solo quedan recuerdos en color sepia. Apenas un respingo de grandeza en cuartos frente a Inglaterra. Superó a Gales en semifinales sin saber cómo. Llegó a la final como víctima en el altar propiciatorio de Auckland.
Pero ni marabunta, ni marea, ni tsunami. Mordiscos franceses a los tobillos negros para marcar territorio y sembrar el virus de la desconfianza. Hasta el minuto 4, ninguna mano black rozó siquiera el oval. Francia se quedaba el balón y el favorito jugaba desnudo. Y con el pie torcido: su medio de melé, Piri Weepu, siguió con la racha de fiascos que le llevó a fallar cinco de ocho golpes en semifinales. Ya en el momento supremo, cero de tres. Final aciaga para Weepu, que tras fallar con el pie lo hizo con la mano y, más tarde, con el espíritu, ausente, desconocido.
Peor fue lo ocurrido unos metros atrás. La maldición de los aperturas. En rugby, el medio de apertura es como Xavi en el Barça: el creativo. Nueva Zelanda fue perdiendo a sus creativos uno tras otro. Al segundo partido, a Dan Carter, el mejor 10 del mundo. Al quinto partido, a Colin Slade, suplente de lujo. Llamaron de emergencia a Aaron Cruden, 22 años, que debía andar en la playa practicando surf. Hace un año aún se recuperaba de un cáncer testicular. El novato debutó en cuartos de final y se consagró en semis contra Australia. Un cerebro con piernas. Pero a la media hora de la final, su rodilla derecha estalló en un placaje y el destino de Nueva Zelanda pasó a manos de Stephen Donald, el cuarto apertura, de vacaciones hasta la pasada semana, inédito en el torneo.
Y con estos mimbres, los blacks sobrevivieron. Un ensayo muy táctico de las primeras líneas a la salida de una touche (Woodcock) y un puntapié de Donald acumularon sus ocho puntos (5-0 al descanso), replicados por el ensayo bajo palos de Dusautoir, el jugador del partido, transformado por Trinh-Duc: 8-7, la final más escueta de la historia. Francia en las barbas blacks, dominando todo el segundo tiempo. Marea blanca en vez de negra, Nueva Zelanda boqueando, sin balón, aire ni ideas. Mentes agarrotadas por la tensión, ambiente de Maracanazo revoloteando Auckland, blacks en pánico durante una agonía inacabable. Solo una pequeña brizna de lucidez les permitió agarrarse a los restos del naufragio. Sufrir fue la medicina. Sufrir y frenar a los bisontes franceses, resucitados cual burbujas espumantes, recuerdos del champán, lanzados en pos de una Copa tres veces negada. All Blacks de rodillas, apelando a las últimas convicciones, a las heces del cáliz amargo que les tocaba apurar para salir ganadores de una batalla inesperada. Sobrevivir, resistir, agonizar, vencer…
- Publicado en El Periódico (24-X-2011)