Hubo un tiempo en que los guardametas se tocaban con gorra, los
defensas lucían bigote, el balón era de cuero y sus costuras arañaban la
frente, los delanteros se ataban los cordones de las botas en los
tobillos y se podía cruzar el centro del campo con el esférico pegado a
la bota. El fútbol era de los aficionados y, para celebrar un gol, los
compañeros se limitaban a darle la mano al goleador. Más que la gloria,
los ases buscaban la paz y paraban el balón con la cabeza, la bajaban
con el pecho, la dormían con la izquierda y se iban del central con un
tuya-mía con dedicatoria.
No sé qué tiempo fue mejor, pero hoy ya
ningún futbolista lleva bigote, las botas no tienen cordones, el cuero
no es de cuero sino que tiene alas, el aficionado ha dejado su asiento
al patrocinador (o, simplemente, lo ha dejado vacío) y las celebraciones
de los goles duran casi siempre mucho más que su elaboración. Los
tiempos han cambiado, Kubala sólo es un cromo, Pereda nos ha dejado,
nadie sabe quiénes fueron Segarra y Gensana y los vestuarios ya no
huelen a reflex y sudor, sino a perfume caro.
Pero todo lo que ha
cambiado en el césped, la grada y los vestuarios se mantiene constante
en los palcos: el sucesor arremete contra el antecesor y el péndulo
enloquece. A una época de gastos suntuosos y desaforados sucede otra de
recortes asfixiantes sin mesura a la que, sin ninguna duda, seguirá otra
de fastos y alharacas, que a su vez será continuada por otra más de
tijera y bisturí. A un manirroto siempre le sucede un contable con
manguitos y a un expansivo, un contractivo. Al que quiere evangelizar el
mundo le continúa otro que hace del ombligo el centro de su universo. A
los cheques en blanco les continúan las externalizaciones sin sentido. Y
a los golfos apandadores les sigue el tío gilito. La realidad histórica
nos recuerda que unos y otros, desde ambos extremos del péndulo loco,
juegan a los bolos con sentimientos, valores e incluso personas.
Mientras
los futbolistas se duchan en perfume, las aficiones huyen de tribunas
prohibitivas y los periodistas se confirman definitivamente como el
ejército no armado de los clubs, dirigentes de todo perfil se someten a
la dictadura de los mercados. Probablemente, tienen razones profundas
para hacerlo, pues sus antecesores (a veces, ellos mismos fueron
antecesores) enloquecieron creyéndose reyes midas del nuevo balompié y,
ahora, ellos tienen que gestionar muchas miserias. El único método que
han encontrado para gestionar es recortar con brocha gorda, apelando a
los eduardos manostijeras del momento, especialistas en adelgazar corporaciones sin importar dieta ni consecuencias estratégicas. Pronto no
habrá aficionados en los estadios, pero el péndulo seguirá su loca
carrera.