Hay partidos diluidos en un monólogo aplastante y los hay,
convertidos en diálogos memorables. El fútbol siempre se basa en dos
fuerzas que se enfrentan en busca de un objetivo obvio, que pretenden
alcanzar por caminos no necesariamente paralelos. De hecho, el buen
entrenador es aquel que toma conciencia de sus propias fuerzas, evalúa
con acierto las ajenas y elige el camino más adecuado. En ocasiones,
para vencer. En otras, simplemente para no salir esquilmado. No hay
caminos moralmente superiores a otros, ni propuestas con ética más
elevada que otras, sino elecciones estratégicas de un equipo, ese ente
compuesto por entrenador, jugadores y fuerzas emocionales.
El
monólogo es habitual cuando Barça y Madrid se enfrentan a una mayoría de
rivales. Conscientes de su inferioridad, esos rivales acceden al
monólogo del equipo superior, buscando un inesperado milagro, una
resistencia hercúlea, una compostura conmovedora o, por lo menos, evitar
la goleada. En casos así, acostumbramos a loar las grandes exhibiciones
de los equipos de Guardiola y Mourinho, que saldan dichos monólogos con
abundancia de juego, potencia y habilidad, muchos de ellos coronados
por goleadas escandalosas, como ese 7-1 que el Real Madrid endosa a
Osasuna en sesión matinal. El equipo de Cristiano es una trituradora
fenomenal, con el quarterback Alonso dirigiendo las maniobras, Arbeloa y
Ramos cerrando todas las puertas y Benzema e Higuaín interpretando
baladas sangrientas en el área rival.
En momentos inesperados,
sin embargo, el fútbol nos regala un diálogo sensacional como ese
Athletic-Barça de aroma inglés. Y en esos casos, la magia del fútbol
enardece los espíritus. En el monólogo decimos que el Barça (o el
Madrid) bordó su partido, pues sometió tanto al rival que hizo con él
cuanto quiso. En el diálogo de San Mamés, ni siquiera la lluvia rocosa
pudo someter a los duetistas, bestiales en su despliegue integral,
físico, técnico y táctico, como si el diluvio desbordara los depósitos
de gasolina emocional e impulsara a los protagonistas a un desempeño
inaudito. Ese diálogo será memorable y no porque no existiesen los
errores, que los hubo (goles, marcajes, desaprovechamiento de espacios,
decisiones técnicas...), sino por la inaudita capacidad de unos y otros
por seguir dialogando en sus respectivas lenguas futbolísticas, más allá
de todo límite imaginado. Presionando, mordiendo, achicando espacios y
aguas los bilbaínos; abriendo huecos imposibles con su tuneladora los
barcelonistas. Por ahí parecían dialogar Talleyrand y Fouché tras el
Waterloo napoleónico; Bogart y el capitán Renault en el aeropuerto de
Casablanca; o Sócrates y Critón en su imprescindible debate sobre la
injusticia mundana, poco antes de la cicuta. Diálogos memorables.