¿Pueden la codicia, la incompetencia y la irresponsabilidad explicar por sí solas que los clubes españoles de fútbol acumulen una deuda superior a 3.600 millones de euros, de los que más de 600 tienen por acreedores la Seguridad Social y Hacienda, o sea a usted y ya mí? Adeudar dinero no es grave, como sabe cualquier empresario. Adeudarlo sin generar beneficios de explotación que permitan devolver el dinero sí es un problema serio y eso sucede aquí y no sólo aquí, pues los clubs no consiguen equilibrar anualmente sus cuentas sino lo contrario: cada curso empeoran sus resultados y generan déficit. Da igual que sean Barça y Madrid o equipos de nivel discreto: salvo excepciones muy contadas, la gran mayoría vive en un mar rojo de deuda.
El problema no es español, sino universal por más peculiaridades que busquemos. Francia, Italia o Inglaterra son otro pozo sin fondo en la gestión económica de los clubes y ni siquiera la sobria Alemania puede presentar un balance esperanzador. ¿Qué está pasando? Ocurre que hay un factor desequilibrante para cualquier cuenta de explotación y es el factor futbolistas, uno de los pocos sectores (junto a la banca de inversión) que no parece haber entendido el nuevo mundo de austeridad en que hemos entrado. Ya sé que generalizo y que hay cientos de jugadores modestos que perciben sueldos escuálidos y, además, sufren retrasos lamentables a la hora de cobrar de sus clubs morosos. No me refiero a ellos, muchos de los cuales militan en nuestra Segunda División e incluso en Primera, la considerada mejor Liga del mundo por sus propagandistas. Hago referencia a la elite de los futbolistas españoles, ingleses, germanos o de cualquier nacionalidad, que probablemente saben y perciben que una crisis galopante nos tiene agarrados de nuestras partes nobles, pero parecen vivir en una burbuja salarial que no les afecta.
Tras un pulso hercúleo, Rooney firma un contrato con el Manchester United que equivale a 100 millones de euros brutos por cinco años. ¿Quién puede asumir semejante coste en sus cuentas? Y así encontraríamos cien ejemplos más repartidos transversalmente. Hay quien lo justifica diciendo que todo producto vale lo que alguien está dispuesto a pagar por él. Correcto, pero no hablamos de eso, sino de que ese alguien no podrá pagar lo que promete y contrata. Los grandes simplemente van haciendo una bola de nieve buscando que arree el próximo que llegue a la presidencia. Los pequeños entran en concurso de acreedores sin reparos o bien son morosos rotundos que retrasan pagos sin escrúpulo alguno. Todos están esperando (en Inglaterra también) un milagro llamado Mundial 2018 para limpiar nuevamente sus deudas históricas y, una vez más, con nuestro dinero.