El ruido es la nueva unidad de medida del fútbol. Por eso cada día se grita más alto, con la esperanza de que elevando la voz se llegue más lejos. Esperanza vana, pues hay tanta hojarasca y tal frenesí que ya nadie se hace oír por encima de nadie, ni siquiera escribiendo a gritos. Dijo cierto día Juanma Lillo que la guarnición se había comido el solomillo y que cada vez importaba más el tramo de lunes a viernes y menos los propios partidos. Así es. Parece más trascendente lo que se dice y escribe de fútbol que el fútbol en sí. Como ya imaginan por qué y por quién digo todo esto, no abundaré.
Posiblemente, sea yo quien esté equivocado pero siempre he creído que en el deporte no se trata solamente de vencer, sino también de convencer. Por supuesto, si no vences no convences. Pero mucha gente vence y no convence, sea por los métodos que emplea, los atajos que recorre, el estilo que utiliza o por la forma con que acoge sus victorias.
Hay quien llama romanticismo a esta actitud. No creo que lo sea; si acaso, un cierto espíritu naïf que pretende preservar un modelo de hacer las cosas que nos enseñaron los verdaderos sabios que nos precedieron. De hecho, no debo ser el único que piensa de esta forma: en casi todas partes se explica que el deporte es una escuela para la vida porque compites, te esfuerzas, luchas sin bajar los brazos y aceptas con sobriedad los triunfos y con serenidad las derrotas.
Gente poco arraigada está levantando mucho ruido en nuestro fútbol y con tanto griterío quieren reclamar la razón. Pero no la tienen. El silencio parece no tener fuerza, pero es el caldo de cultivo imprescindible para que los futbolistas mejoren, los equipos se conjunten, los errores se corrijan y las promesas crezcan. El silencio puede ser, en realidad, un arma más ensordecedora que el ruido sin fundamento. El silencio es más poderoso que las palabras vacías, los gestos bravucones y las chulerías de vuelo bajo aunque a simple vista uno tenga la sensación contraria.
Quien quiere vencer y convencer no necesita lanzar aspavientos ni fuegos artificiales: le basta con trabajar y aplicar sus planes. En alguna ocasión tropezará, pero a medio plazo conseguirá sus objetivos. En cambio, quien alardea de todo es posible que termine desnudo: vencerá algunas veces, pero no convencerá jamás. Cada club, cada entrenador, cada grupo de jugadores y también cada afición y la prensa de esa ciudad deben elegir su modelo de actuación. Pueden optar por el griterío y la cháchara, el pavoneo y la conspiración perpetua; pero también pueden hacerlo por la discreción y el trabajo silencioso que caracteriza al deportista clásico. En ninguna parte está escrito que las victorias y el reconocimiento general se alcanzan a base de gritos.