Observas un partido del Chelsea y parece que ha perdido aquel empaque defensivo que le hizo consistente como una roca. Ves un partido del Madrid y encuentras la respuesta a por qué John Terry parece estos días una monja ursulina: la respuesta la tiene un portugués que no se apellida José Mourinho, sino Ricardo Carvalho, el cemento que solidifica las defensas donde habita.
Los focos se centran en el otro portugués, el entrenador, pero el pegamento lo pone Carvalho, un pulpo en las coberturas sean del efervescente Pepe, sean del frenético Marcelo. Advertidos de cuánto aporta Carvalho a una organización defensiva, podemos calibrar cuánto ha perdido el Chelsea con la marcha de este treintañero que nunca hace ruido y aún celebra los goles al estilo clásico, sin fanfarrias ni confeti.
Todo lo anterior no significa que el Madrid actual posea ya la entera consistencia de aquel Chelsea que reinaba sobre las olas de la Premier y apenas tropezaba en los últimos suspiros de la Champions. El Madrid ha crecido respecto de los últimos años, se organiza con coherencia y sensatez alrededor de Xabi Alonso, defiende con una seriedad inédita desde que el virus galáctico inundó el Santiago Bernabéu y sigue golpeando con la misma fiereza del lobo, incluso con saña.
En todos los sentidos, este Madrid es mejor Madrid que los de las temporadas anteriores: ha subido varios peldaños en lo colectivo, mejorado sus puntos débiles y conservado sus fortalezas genéticas. Compite, muerde y no se compadece de nada ni nadie, como si oler sangre le estimulara. Es un vampiro futbolístico que llegará al Clásico lanzado, convencido de sus fuerzas y sus estratagemas, hambriento de revanchas planetarias.
Del Barça lo sabíamos todo, pero faltaba por confirmar que el maquinista de la locomotora era puntual y ahora ya podemos confirmar que sí, que lo es. Que el tren de alta velocidad llega puntual a su cita de cada año, cumpliendo escrupulosamente la hoja de ruta diseñada, sin apartarse un milímetro del recorrido ni retrasarse un segundo del horario previsto. Ya oímos llegar a la locomotora lanzada a ritmo de crucero, con todos a bordo y el depósito cargado. De repente, el Mundial de Suráfrica parece convenientemente alejado en el tiempo y de las resacas posteriores hemos dejado de tener noticia.
Los tendones de Xavi, de acuerdo, todavía están ahí para recordarle al emperador que es humano, pero el resto vuelve a ser el ejército disciplinado que arrasó cuantas legiones tuvo que enfrentar. Un ejército de gente especial, elegida una por una no sólo por su calidad como futbolistas, sino sobre todo por la voluntad de sacrificar sus egos en el altar de la colectividad. Una secta de elegidos que llegan a la cita máxima revestidos del convencimiento interno y silencioso de que no hay quien pueda con ellos y que nada, por poderoso que parezca, les detendrá.