“Menos mal que hay Champions y nadie hablará del Clásico hasta el jueves”, me advirtió ayer por la mañana un amigo ingenuo. ¡Cómo no hablar del Clásico si llevamos cinco meses haciéndolo! Desde que Mourinho firmó por el Madrid y se intuyó el fútbol de barricadas que se nos venía encima. El Clásico es esa premonición evangélica que advierte del fin del mundo, acontecimiento que se repite dos veces por año sin que ocurran mayores desgracias, algo así como el famoso “Efecto 2000” que el indescriptible Álvarez Cascos monitorizó con el éxito conocido: nos amenazó con el Apocalipsis informático y amanecimos con la resaca de siempre pero el chip intacto.
El Clásico contiene en su esencia dos productos imperecederos: la retórica y la porra. A su vez, la retórica se divide en dos tipos de estrategia elemental: el pavoneo y el ocultismo. La primera categoría es dominada por quienes alardean de su favoritismo innato: aunque le amordacen institucionalmente, siempre hay quien se salta las barreras establecidas y acaba proclamando que es el mejor y el más guapo y pronostica apalizar al rival. Ahora mismo hay algún pavo suelto por el corral. En la otra categoría se han ido refugiando quienes aseguran que más vale el silencio que el ruido, pero empieza a haber tantos en esa categoría de la ocultación de intenciones que apenas caben en el barco. No está escrito qué categoría es más útil aunque sí parece claro dónde se alinea cada uno de los protagonistas del partido que nos caerá encima dentro de siete días. Y no olvidemos que si no hay más protagonistas en uno y otro bando no es por falta de ganas, sino por presión fortísima de quienes mandan en el circo, o sea los dos entrenadores.
La porra es el otro gran producto nacional. Es como la Lotería de Navidad pero del Clásico. No sirve para nada más que llenar páginas de periódicos, minutos de radio y demás huecos sociales. De hecho, es un símbolo de nuestros tiempos vacuos, pues la porra lo mismo sirve para completar una pieza del Telediario en el Congreso de los Diputados que para llenar el silencio impenetrable de un ascensor lento. Nadie está exento de semejante epidemia: ¿quién ganará? ¿qué resultado prevés? ¿goles de quién? Fruslerías mayúsculas y vanas, pues la porra sólo es otro latido del corazón y no hay racionalidad alguna en ella. Lo peor es que siempre acierta alguien y entonces se las da de catedrático, salvo en el caso de mi frutero, un madridista acérrimo como corresponde a una frutería cercana a Valdebebas, que tras ser convocado tarde al concurso de la porra decidió apostar por un 2-6 favorable al Barça y ya saben lo que ocurrió aquella noche. Un buen dinerito a la buchaca de mi frutero, que desde entonces vende lotería a manos llenas en cuanto llega las navidades, cual émulo de la Bruixa d'Or.
Así que por más Champions que aparezca por medio nos espera una semana de retórica y porras a la que sólo podemos hacer frente reconfortándonos con las certidumbres que deja el fútbol: el Barça llega como se había planificado, puntual a su cita, en plena forma, con la gente enchufada, los automatismos pulidos y los almirantes al timón; el Madrid lo alcanza como pretendía su entrenador, con un once de gala bien engrasado, la caballería al galope y los puñales afilados. Si nadie cae herido durante la semana se reunirán 13 campeones del mundo sobre el césped del Camp Nou, probablemente un récord universal nunca antes visto, tres de los cuatro aspirantes al Balón de Oro y los dos futbolistas más resolutivos del momento. En ese instante, toda la retórica y el 'bla bla bla' quedará reducido a cenizas y las porras se evaporarán en una nube de realidad: hablará el fútbol y ganará quien posea las palabras más certeras.