Corría el minuto 75 y Frank Rijkaard ordenó a Samuel Eto'o que ocupara la posición del lateral izquierdo. París, la final de la Champions, la gloria para ese memorable equipo, estaba solo a 15 minutos. El Milan de Pirlo y Shevchenko apretaba de lo lindo y la renta del partido de ida (0-1 en San Siro) pendía de un hilo. Eto'o se vistió de lateral, corrió como un demonio y el Barça alcanzó el cielo. Aquella semifinal en el Camp Nou fue la primera de una serie casi perfecta: cinco semifinales en seis años, cuatro de ellas consecutivas contabilizando la de mañana ante el Madrid. Y un rasgo común: sufrimiento y sequía goleadora.
En el 2006, empate a cero frente al Milan. En el 2008, empate a cero en la ida ante el campeón, Manchester United. En el 2009, empate a cero en la ida contra el Chelsea. En el 2010, pírrica victoria (1-0) ante el Inter, campeón final. Cuatro semifinales en el Camp Nou: un gol a favor, ninguno en contra. Suficiente para llegar a Wembley, pero también arriesgado y peligroso. Imagino a Pep Guardiola apareciendo hoy con el discurso de las dificultades extremas pese al 0-2 del Bernabéu. Harán bien sus jugadores en atender al mensaje del técnico.
La 'pájara' de Anoeta está ahí para ser interpretada. No hay equipo que mantenga su hegemonía si compite al 95%. Palabra de Cruyff. Ni siquiera el conjunto más selecto y delicioso consigue superar los obstáculos a medio gas. Dijimos en su día que nadie subía el Everest enseñando la manita y los resultados posteriores lo confirmaron. Hoy sabemos que Guardiola llamará a la humildad y la concentración, y rechazará la confianza por el brillante resultado de ida. Sus futbolistas, destensados en Anoeta tras una temporada agónica, deberán vestir de nuevo el mono de trabajo porque tocará sufrir y pelear, pues el Real Madrid solo se rinde cuando ya está en la ducha y se ha terminado el agua caliente. Ni un segundo antes. Y mucho menos con la herida psicológica que arrastran sus jugadores, convertidos en ingredientes del cóctel populista que agita su entrenador.
Fenomenal competidor, el Madrid llegará al Camp Nou dispuesto a comerse el mundo, estado anímico idóneo para alcanzar sus objetivos. Cuando se creyó superior, el Barça solo consiguió empatar en el Bernabéu. Cuando ese empate le hizo creer aún más formidable, solo consiguió protagonizar una primera parte deleznable en Mestalla. En el descanso, al sentirse ahogado, resurgió con su mejor personalidad y, aunque perdió la Copa en el alambre, el miedo y la sensación de inestabilidad le catapultó hacia un gran triunfo en la Champions. Llegados a esta etapa final, quien vuelva a sentirse confiado y relajado, acabará mordiendo el polvo.
El Barça solo alcanzará Wembley si cuelga el esmoquin y se mentaliza como en las grandes batallas. Porque será otra gran batalla futbolística. La definitiva. Todo el carrusel de agravios con los que viaja Mourinho y que trasvasa de un club a otro se han convertido en agravios propios del madridismo, que ha apostado todo a una carta: Mourinho o el diluvio. De Florentino abajo, la actitud madridista recuerda a la del Barça de Gaspart: el síndrome de la confabulación universal, cóctel inevitable en sociedades sin capacidad de autocrítica en la adversidad. Perder es difícil y duro, sobre todo para quien no concede jamás ningún mérito al rival.
De la derrota únicamente se sale tras anotar lecciones en la libreta y tragarse el sapo hasta el esófago, pero el Madrid no parece estar en esa línea aunque esto no le hace menos peligroso. Líderes como Puyol, Xavi y Valdés deberían reunir a sus compañeros y recordarles que lo de mañana será un camino de espinas a poco que se sientan más guapos que nunca.