El arquitecto tomó escuadra y cartabón, empuñó el compás, diseñó triángulos diminutos, inclinó el terreno hacia la zona derecha, donde se asoció con el escultor de prodigios, pegaditos los dos, muy juntos, como llevando todo el peso de la historia entre ambos y cuando hubo conseguido ese desequilibrio profundo y el terreno empezó a inclinarse peligrosamente, como si lo hubieran elevado con una polea gigante, el arquitecto dibujó entonces una hipotenusa profunda hacia el lado opuesto, donde esperaba, paciente y pálido, el repartidor de caramelos. Esto es el fútbol del Barça: un arquitecto, un escultor y un repartidor de caramelos. Xavi, Messi e Iniesta, la Santísima Trinidad blaugrana.
El momento es tan dulce y glorioso que lo corriente sería dejarse mecer por esta ola de elogios inmensos y dormirse en el trono conquistado, ahora que la gloria ya ha sido conquistada. Días de Xavi y rosas. Pero en el triunfo se encuentra el germen de la derrota si no se previene. El éxito es el primer peldaño de la escalera hacia los infiernos, salvo que se actúe en consecuencia. Guardiola sabe de eso. Los cuatro capitanes, también. Ascendieron con Van Gaal, vivieron tiempos de zozobra, resucitaron con Rijkaard, con quienes alcanzaron sus primeras grandes hazañas, y sucumbieron al (D) ecosistema y su indolencia perezosa. Con Pep regresaron a la senda del esfuerzo pantagruélico y ya no han soltado las asas de los trofeos.
Y ahora ¿qué? Ahora toca renovarse. En el éxito, siempre renovarse. Quedarse en el mismo nivel es retroceder. No sólo por los rivales que puedan incrementar más o menos su potencial, sino por uno mismo. La competición tiene un alto componente técnico, táctico y físico, pero también emocional. En cuanto a percepciones individuales y de grupo. La gestión de esa dinámica emocional es trascendente: administrar la progresión de cada jugador, su estabilidad, la competitividad interna, su despegue hacia la excelencia. Quedarse es estancarse. Hace falta un paso adelante aunque te encuentres en la cima. Y ese paso es doloroso porque supone decir adiós a gente importante. En algunos casos por su simple presencia o por su aportación certera; en otros, porque su sabiduría ha ayudado al crecimiento y madurez de piezas esenciales; en algún otro porque fue una pieza de complemento que siempre ayudó, sin un mal gesto ni una mala mueca. Pero se hace imprescindible renovar sangre para que el corazón no reduzca sus latidos.
Que nadie se sienta único y seguro en sus certidumbres (salvo uno, claro está, a quien todos tenemos en mente). El grupo ha de percibir que la rueda vuelve a girar como si nada se hubiera logrado. Que todo está por hacer. Renovarse. Crecer de nuevo. Para que siga la leyenda.