El Barça nunca creyó en sí mismo. Eran tiempos de zozobra y la burguesía surgida a raíz del auge textil presidía el club con más voluntad que acierto. No había otra hoja de ruta que fichar y fichar. Y en esas ocurrió el 'accidente de las cervezas', una catastrófica final juvenil perdida ante la Damm, y a raíz de ella llegó Laureano Ruiz, un cántabro que estableció las bases del estilo actual. Apostó por los jugadores de talento, sin mirar la condición física, y generó unos códigos que aún perduran: juego de toque, mismo sistema en todo el fútbol base y rondos como principio y fin del método. Laureano no pudo recoger los frutos que había sembrado, por culpa de vaivenes electorales, pero veinte años más tarde llegó Cruyff y resembró las mismas ideas, esta vez con rotundidad institucional. Laureano fue el abuelo y Cruyff, el padre de la idea. Otros veinte años después, Guardiola es el 'hereu', el heredero, el hombre de la casa que ha mamado la idea y el concepto y lo lleva hasta su máxima expresión. Un hilo conductor recorre estas cuatro décadas, en la que otros entrenadores (Van Gaal, Rexach, Rijkaard) han aportado riqueza e innovación: una idea que ha destilado un estilo de juego y un modelo de aprendizaje. Lo que denominamos Idioma Barça.
Y ahora que llega Wembley, lo vemos como si fuese un punto final, el último tramo de un círculo que se cierra, pero yo pienso al contrario: que Wembley sólo es una estación de paso, una más, en este camino hacia la Ítaca blaugrana. Fue el primer gran triunfo, por supuesto, pero el éxito auténtico de 1992 no fue conquistar aquella Copa de Europa, sino la consolidación del estilo de juego, eso que tanta gracia les hace a quienes no lo encuentran. Claro, la idea sin la victoria jamás habría fructificado. Pero el éxito fue tener la idea, sembrarla, regarla, mantenerla en las noches amargas (nunca se agradecerá suficiente a Laporta que apostara por Guardiola), abonarla en los días fértiles, dejarla crecer. Wembley catapultó la idea pero, sin la idea, Wembley habría sido poco más que un triunfo puntual. Dos décadas más tarde, Wembley evoca los augurios más dulces para el barcelonismo, pero a mi entender debe suponer algo más: no el punto de llegada, sino el del reavituallamiento. Wembley como gasolinera del concepto de juego, más allá de la victoria o la derrota. Como heredero, Guardiola tiene en sus manos a los mejores frutos de la cosecha y, sobre todo, posee una fortaleza que jamás tuvo el Barça, que ahora cree en sí mismo. Y es buen momento para remachar el clavo. Para que Wembley sirva como recordatorio de que el viaje hacia Ítaca debe ser largo, cuanto más largo mejor, lleno de peripecias, de experiencias, como escribiera Kavafis. Que el camino dure muchos años.