Creyó tanto en la magia de su antídoto que se envenenó con él. Dio de beber una sobredosis de cicuta a sus hombres y, al comprobar los efectos, él mismo tomó el último sorbo, apartándose de la batalla, como desentendiéndose de este mundo, quizás pensando ya en nuevos destinos a medio plazo. Mourinho. El capitán general de los gladiadores. El mejor entrenador en organización defensiva, un hombre metódico y culto, intelectualmente bien formado, futbolísticamente grande, coleccionista de títulos sin importar las fronteras. Presidente de un club de fútbol compuesto por sí mismo y nadie más. Epicentro de todos los focos y todas la riñas. Propietario de un argumentario que implanta allí donde viaja: gran estructura defensiva, compromiso legionario de sus hombres y una letanía de quejas y protestas basadas en medias verdades, torpezas ajenas, confabulaciones varias y victimismo perpetuo. El mundo contra él. Llegó al Madrid como salvador de las urgencias históricas, presentó su argumentario, convenció al madridismo y se convirtió en alma de la entidad, subyugada por su pose de anticristo blaugrana. En la hora de la verdad volvió a mostrar sus mandamientos de siempre, que sonaron obsoletos y con sordina. Mourinho, víctima de sí mismo, personalidad poderosa que parece haber abducido a un club gigantesco. Excepcional entrenador y, sin embargo, personaje tóxico.
En este crescendo de los cuatro partidos, Mourinho creyó haber encontrado la fórmula mágica para embarrancar al Barça. La probó en Liga sin salir herido. Satisfecho, la redobló en Copa y venció. Creyó tener la respuesta al enigma. Y repitió e insistió, como si el triunfo de Mestalla no evidenciara flaquezas. Mala lectura. Los triunfos de los hombres, decía Rochefoucauld, deben medirse siempre por los medios que se emplearon para lograrlos. Kaká, Benzema e Higuaín en el banquillo. Özil, Di María y Cristiano Ronaldo, remando como espartanos rasos. Legítimo. Víctor Valdés tocó tantas veces el balón con los pies como Xabi Alonso. Somos arquitectos de nuestro propio destino y, al decidir regalar balón, campo y dominio al Barça, Mourinho firmó el suyo.
El Barça no hizo nada que no se intuyera. Tomó el balón, lo acunó y recordó el proverbio africano: la paciencia cocina una piedra. Tuvo paciencia, sobró teatro en algunos de sus artistas, cerró viejos errores y libró la batalla marcada en rojo. Es importante saber qué batallas hay que librar. Había regalado con poca intensidad el partido de Liga y la primera parte de la Copa. Ya no regaló más. Se amarró a Keita y Mascherano, y a sus líderes vertebrales, desfondó a Marcelo, amartillado por Afellay, y dejó suelto al genio de la lámpara para que le concediera el sueño de Wembley. Al final, Pep sacó a un juvenil para simbolizar que el camino de los campeones tiene continuidad. La lectura interna que harán ambos clubs de este combate será trascendental para el futuro.