Recién concluido el triunfo del Barça sobre el Levante, los presentadores de Barça TV, Sandra Sarmiento y Xavi Rocamora, interrogaron a Cesc Fàbregas: "¿De qué has jugado hoy?", preguntaron. Y el de Arenys respondió: "No
lo sé muy bien. De algo". Rumió un rato y añadió: "Bueno, quizás de
media punta".
Ahí está una de las claves que explica muchas cosas: la desaparición
de las reglas inamovibles y los roles fijos. Durante años hemos
intentado descomponer las pautas del juego del a menudo indescifrable Pep Team,
pero las nuevas evoluciones siempre se adelantan a las conclusiones. En
cuanto hemos definido que Messi es falso 9, deja de serlo para adoptar
otros roles. Ahora mismo, ya ni siquiera lo es, aunque de vez en cuando
todavía transite por esa posición mentirosa.
Lo mismo ocurre con casi todos los paradigmas que hemos ido construyendo para explicar los éxitos acumulados. De Andrés Iniesta decíamos que era un repartidor de caramelos, pero la definición ya es obsoleta. Iniesta ha ascendido toda la escalera de méritos de la empresa familiar: empezó de botones y ya es el director general de operaciones. Cesc Fàbregas
fue fichado para perpetuar la especie y en cuatro meses ha tocado todos
los palos y conseguido borrar lo más significativo: el puesto fijo. ¿De
qué jugó ayer, de qué jugará mañana? Ya no importa. Simplemente, está,
contribuye, aparece y resuelve. Y podríamos seguir: con Alves, con Mascherano, con Abidal, con Alexis, indefinibles en su versatilidad.
De
entre todas las pautas y los roles que se van superponiendo en esta
evolución constante, hay un síntoma que debemos anotar: cuando la
maquinaria funciona como un reloj, Xavi pasa desapercibido, como
si no estuviera en el césped. Esa es su mejor contribución: hacer
funcionar el engranaje sin que nos percatemos de ello. Xavi es quien enciende la luz. El gerente que abre la fábrica con su llave, el piloto que despega el avión. No es Mozart como Messi, sino Beethoven,
sordo a los elogios y ausente de las portadas, dedicado en cuerpo y
alma a la creación, capataz de una obra que se antoja irrepetible. En
los días perfectos, Xavi se hace líquido para permitir que el juego fluya sin respiro. En las noches duras, como la de Milán, Xavi
se hace sólido para irrumpir y dar su grito presencial. En esas
ocasiones, exaltamos su prestación, pero eso significa que la maquinaria
sufría interrupciones, exigiendo la cosificación del capataz.
Llega uno de los grandes partidos y todo está en su sitio: Cesc, en el rol indefinible; Iniesta, dirigiendo entre líneas las operaciones; y Xavi, transparente y líquido, con las llaves de la fábrica en el bolsillo y la mano sobre el interruptor de la luz.