Andrés Iniesta acostumbra a olisquear los partidos como si se trataran de un pastel de chocolate: para saber por dónde hincarle el diente. No es un futbolista de salidas fulgurantes. Al contrario: siempre empieza oteando el horizonte, palpando al rival, dibujando el diagnóstico en vivo sobre el césped. Explicó Iniesta en cierta ocasión que, mientras juega, va contando los pases bien realizados de Xavi, las faltas que recibe Busquets y los regates acertados de Messi, y también los errores de los rivales: por dónde se quiebran, en qué zonas sufren, de qué pie cojean. A esta característica la podríamos denominar leer los partidos. Iniesta lee los partidos. Y los desmenuza, incluso a nivel estadístico. Cuando ha deglutido los datos, pasa a la acción. A veces, como simple acompañante. Anoche, como protagonista deslumbrante.
Ayer, Iniesta creció cuatro palmos y se levantó sobre las olas del mar. Navegó por encima de la galerna vasca: una muralla de intensidad y tensión, un equipo solidario y aguerrido como su entrenador, un conjunto formidable y valiente. Un Athletic sin miedo que tuvo al Barça al borde de ese ataque de nervios que le ronda desde hace días. Y en ese preciso instante, Andrés Iniesta decidió rebautizar lo que significa echarse un equipo a la espalda. Lo hizo durante veinte prodigiosos minutos, mientras Messi despertaba de su perezosa siesta, en los que pareció atarse el balón a la bota y acompañar a Xavi en el manejo de ese acordeón que rompe cinturas ajenas. Desde el borde del precipicio, adonde fue empujado por el acierto bilbaíno y por su propia desazón emocional, de difícil comprensión, el Barça despegó propulsado por la quinta marcha del chico de rostro pálido. Se subió Iniesta al helicóptero y revoloteó por todo el césped: ahora una croqueta, ahora un slálom, más allá el crochet directo del mismísimo Ronaldo. Fútbol imposible interpretado por este Peter Pan manchego.
A su rebufo se levantó un Barça humanizado. Quienes creyeron estar ante un equipo de robots han comprobado lo incierto de su teoría: este Barça no es de piedra, sino hecho con emociones. Ni es invencible, ni está inmunizado de todos los males. Le afectan las lesiones y la tensión. Le alteran la fatiga y los estados de ánimo. Se sabe poderoso y enérgico, pero también consciente de sus puntos débiles, uno de los cuales es la, cada día mayor, distancia entre titulares y suplentes. Es un equipo que se conoce a sí mismo y sabe cuánto puede exigirse. Hay noches que se autorregula y por ahí llegan algunos de sus tropiezos. Otras, en que simplemente no está fino. Pero siempre compite y persiste. Lucha y propone. Quienes predijeron que el camino sería fácil se han vuelto a equivocar. Un Madrid formidable, un Arsenal espléndido, un Athletic monumental y tantos otros grandes competidores exigirán de este Barça la mejor de sus versiones. Bendigamos esta exigencia: ella les hará más legendarios.