Escuché a un analista decir que, en materia de dopaje, solo pondría la mano en el fuego por los atletas populares. Yo no estaría tan seguro. En los últimos años han sido varios los veteranos mayores de 40 años que han dado positivo en controles pese a que se dedican al atletismo sin ánimo de lucro (al contrario, les cuesta dinero participar) y los controles son casi simbólicos. Así que no pondría la mano en el fuego graciosamente. Pero tampoco acusaría con un ventilador: hay demasiada gente honrada y esforzada como para meterla a toda en el mismo saco.
¿Por qué hemos llegado a este punto sin retorno? Las causas son múltiples. Para el atleta, voluntad de poseer las mismas armas (aunque sean ilícitas) que sus contrincantes; ambición de conquistar grandes cimas premiadas con suculentas recompensas económicas y sociales; moral laxa o intelecto limitado que le dificulta distinguir entre acciones honestas y sus opuestas; presión social y mediática para alcanzar nuevas fronteras; y sensación de impunidad ante la trampa. El conjunto de estas razones, más otras que seguramente intervienen en cada caso particular, no conseguiría cuajar en la práctica del dopaje si no existiese la participación de un médico, un entrenador o un consejero que incite y colabore con el atleta. Son las personas que le inyectan la sensación de impunidad («tomándolo así no darás positivo») y le insuflan el virus del agravio («los demás van cargados; no seas tonto»). Además, le suministran la mercancía dopante y perciben espectaculares ingresos económicos por ese tráfico de sustancias.
Cuando estas prácticas se iniciaron en España, a finales de los años 70 y principios de los 80, las autoridades deportivas no sabían o no querían atajarlas. Fuera de España, el dopaje era materia de Estado en los países de influencia soviética y materia extendida en las naciones occidentales. Y aquí ocurrió lo previsible: aparecieron entrenadores y médicos que incitaron a copiar los métodos y a no ser pardillos. En aquella época, los instigadores del dopaje en el atletismo español llegaron a contar con algún apoyo logístico incluso dentro del Consejo Superior de Deportes. Nunca supe si contaban también con su aquiescencia o solo se aprovechaban de los análisis de sangre. Bastaba cualquier leve variación en los resultados de los análisis para que sugirieran el uso de sustancias dopantes.
Años más tarde, el grupo de gente liderado clínicamente por el doctor Eufemiano Fuentes alcanzó un gran poder en la Federación Española de Atletismo. Bajo la bandera de una amoralidad insultante llamaron «preparación biológica» al simple dopaje. Las tablas de récords y éxitos hablan de ello. La federación metió a la zorra en el gallinero, lo que fue denunciado profusamente por escrito y en televisión, pero Fuentes y sus secuaces solo fueron apartados cuando cambió la presidencia, que dio un tajo a la serpiente. Años después, acomodada en la conquista de medallas, la presidencia no captó la maniobra de la serpiente, enroscada a sus pies como un gatito mientras por las noches seguía zampándose ratones blancos.
El ejemplo cundió en otros grupos al tiempo que crecieron las conquistas de medallas y triunfos, en paralelo al hundimiento de aquellos países que, por el colapso de los regímenes filosoviéticos o por legislaciones restrictivas, tuvieron que abandonar las prácticas dopantes. Ambos factores colaboraron al boom del atletismo español y provocaron que hoy no sepamos distinguir qué hazañas fueron conseguidas con limpieza y honestidad y cuáles con trampa y doblez. Una pena para los limpios de cuerpo y espíritu.
- Publicado en El Periódico (16-XII-2010)