El deporte de competición es ganar. Pero es algo más. Si solo importase ganar se abolirían los límites. Sin embargo, los límites existen por y para algo. Se limita el consumo de sustancias que mejoran el rendimiento; el uso de instrumentos que podrían incrementar las prestaciones; o el empleo de la violencia. Se modulan los comportamientos. En definitiva, el deporte de alta competición construye unas reglas comunes que permiten su desarrollo razonable dentro de una comunidad de intereses. Pero no basta con las reglas. Importan también los medios y las formas. Aunque todo deportista quiere ganar y su obligación consiste en ello, el camino que elige para alcanzar la victoria es muy relevante.
Los alevines del Sevilla han dado un buen ejemplo con la decisión de entregar la copa del torneo de Iruagi a los chicos del Espanyol, pese a haberles ganado en los penaltis. El entrenador sevillista, Ernesto Chao, consideró que los catalanes habían jugado mejor, se lo transmitió a sus chavales y estos acordaron ceder el trofeo a sus rivales. Claro, eso no es deporte de alta competición y casi ni de competición. Pero es un ejemplo. El deporte actual no necesita más estrellas, sino más ejemplos. Este mismo año, el equipo juvenil del Barça que entrena Sergi Barjuán se dejó marcar un gol en el último segundo para borrar un malentendido previo, lo que provocó un empate que puso en riesgo su triunfo liguero. La cantera del Espanyol protagonizó un caso similar. Hay buenos ejemplos en el fútbol formativo, pero no abundan ni se trasladan al mundo de la alta competición.
Hemos visto estos días otros casos totalmente opuestos. Al entrenador del Oporto infantil insultar gravemente al árbitro en el torneo de León, desquiciarse, enajenarse casi, y a renglón seguido su defensa central arremeter violentamente contra un futbolista rival, en este caso del Barça, con riesgo de gravísima lesión. Y también la descomunal tangana entre aficionados de Elche y jugadores del Granada, con ambos entrenadores enfrentados vilmente, y a los futbolistas felices por el ascenso a Primera proferir insultos y cánticos obscenos contra los ilicitanos. Pero no en el fragor de la batalla, sino al día siguiente, cuando ya deberían haberse calmado.
Hemos visto estos días otros casos totalmente opuestos. Al entrenador del Oporto infantil insultar gravemente al árbitro en el torneo de León, desquiciarse, enajenarse casi, y a renglón seguido su defensa central arremeter violentamente contra un futbolista rival, en este caso del Barça, con riesgo de gravísima lesión. Y también la descomunal tangana entre aficionados de Elche y jugadores del Granada, con ambos entrenadores enfrentados vilmente, y a los futbolistas felices por el ascenso a Primera proferir insultos y cánticos obscenos contra los ilicitanos. Pero no en el fragor de la batalla, sino al día siguiente, cuando ya deberían haberse calmado.
Hay buenos ejemplos, pero se multiplican los malos. Las gradas vociferan e insultan a renacuajos de 14 años. Los chicos copian modales de futbolistas mayores, hacen callar al público, exigen al árbitro que muestre tarjetas al rival, simulan agresiones, festejan como energúmenos sin sentido, se suman a cánticos groseros o absurdos o malolientes. No inventan nada: sólo imitan a sus mayores, sean ídolos, sean familiares. Da igual la categoría, la edad o el sexo. Asistir a un partido de fútbol de cualquier nivel es un espectáculo abochornante. Es lo que tenemos, sí. Es la educación que nos damos. Pero es una degradante actuación que embrutece al deporte. Yo sigo pensando que se compite para ganar, pero todos deberíamos ser algo más educados para reducir este bochorno que nos sepulta. No es culpa de uno o de otro, sino de todos. Todos deberíamos ser Ernesto Chao o Sergi Barjuán o tantos otros ejemplos. Ellos son los auténticos héroes y no los que, a veces, entronizamos, a menudo ídolos de pacotilla.