Durante un tiempo fueron
la Santísima Trinidad: se juntaban Messi, Xavi e Iniesta y de ahí salía un
milagro. Xavi, con ese rostro de contable de los de antes, de aquellos que no
hacían trampas en las cuentas de resultados, sacaba su cartabón de arquitecto
antiguo y dibujaba líneas precisas y volúmenes exactos. Iniesta, aventurero del
último pase, jugaba con una brújula en el cerebro para no perder el norte en la
selva enemiga. Messi, el de los pies ligeros, improvisaba sinfonías inacabables
como un Mozart moderno. Eran la Santísima Trinidad, pilares de la tierra
blaugrana.
Hasta que Pep, gran
evolucionador del fútbol contemporáneo, decidió ampliar el número de mariposas
estruendosas y convirtió su equipo de solistas milagrosos en la Sagrada
Familia, cuyo epítome dice que el fútbol es de los centrocampistas. Juntó
clónicos, no sólo para ser más, sino porque eran los mejores. Descartó el viejo
equilibrio entre polos opuestos y cargó el equipo con gente parecida,
reforzando su punto fuerte: el dominio del balón, a partir del cual se
construye este fantástico castillo que alberga al Barça de los prodigios.
Interpretó el Quinteto para Clarinete en el Bernabéu pero, no contento con
ello, redobló la mano ante el Santos y sembró de centrocampistas el césped,
hijos de La Masia, intérpretes de un idioma futbolístico que quiebra tópicos y
prejuicios. Dijo el Barça: el balón es mío, de la familia, de esta sagrada
familia. Y no hubo más. Se esfumó el rival ante el verso impactante de los
poetas con botas, luciérnagas imperiales que se han acostumbrado a conquistar
finales a base de sustraer el balón y quedárselo en propiedad.
Para ampliar la trinidad
y convertirla en familia numerosa llegó Cesc, de hechuras impostoras; ascendió
Thiago, violinista en todos los tejados; se adelantó Alves, el galope hecho
hombre; y se engrandeció Busquets, futbolista anónimo, conductor en la
oscuridad, obligado por contrato a tocar siempre de primera: héroe del
silencio. Juntos todos ellos dieron un paso más en esta afrenta contracultural:
cuando el mundo sigue afirmando que lo importante reside en las áreas, el Barça
pasa por ellas de puntillas. Descifra jeroglíficos interminables en el centro
del campo y sólo pisa el área para clavar su aguijón imperturbable en el cuerpo
sometido de un rival que siempre ve pasar el balón lejos de sus botas. El
balón, el balón, aquella vieja idea: dominar el balón, ordenarse a partir del
cuero, mover, desordenar, desalentar desde la posesión de calidad. El juego de
este equipo viene de tiempos lejanos, pues clava sus raíces en la Hungría
dorada, en la derrotada Holanda y en el Brasil de la alegría socrática; y
fabrica su modernidad en el Dream Team de Cruyff y el Ajax de Van Gaal. De
todos ellos ha sacado partido este Guardiola talibán del juego de posición,
profeta del centrocampismo fino como esencia del fútbol que predica.
Abróchense los cinturones,
dijo el primer día. Trece títulos después siguen circulando el balón al primer
toque, ampliando la familia, exaltando el pase y honrando a sus mayores. Apoteosis
del rondo, sublimación de la idea.
- Publicado en El Periódico (18-XII-2011)